Un recuerdo… ¡inclasificable!
Todas las cosas tienden a enlistarse. A formar parte de una categoría más amplia que las congrega. Fijate sino, hasta el enorme semiólogo Don Umberto Eco publicó hace poco un libro que se llama “El vértigo de las listas”, una lista de listas: las hay poéticas, históricas, geográficas.
Yendo un poco más cerca, acá nomás, tenemos por ejemplo este Blog en el que elegimos para clasificar nuestros recuerdos en las siguientes categorías: películas, músicas, juguetes, objetos, etc. Los copetes de las listas, sus titulares.
Sin embargo – ¡Oh Maravilla!- existen cosas, objetos, situaciones, que se resisten furiosamente a ser clasificadas. Recuerdos que nos anidan como parte esencial de nuestra memoria, que forman parte de nuestra identidad constitutiva. De esta memoria sutil y portentosa que compartimos todos los que nos sabemos ochentosos. De este inconciente colectivo que nos canturrea al oído no solo Thriller, Thrilleeeeeer, sino también melodías más pequeñas, más cotidianas, cancioncitas como: buen día María, buen día Mariiiiiiiaaaa,¿te acordás?
Y sí, vamos a decirlo de una vez y sin más eufemismos, estoy hablando de la Amuchástegui.
Esto sucedió una década antes del jarrón de Cóppola y Samanta a las puteadas en lo de Viale. La televisión verdad todavía no era lo que es.
Un pedito de nada bastó para volar a la Amuchastegui de la pantalla chica y confinarla a ese espacio incierto entre la memoria y el mito. Porque algunos dicen que no es cierto, que aquel episodio fue tan irreal como el monstruo del Lago Ness, o el hombre llegando a la Luna.
Lo cierto es que la Amuchástegui forma parte de nuestro historial ochentoso. Esa señora gimnasta que un día se fue, desapareció de un plumazo, o mejor dicho, de un pedazo.